* La FIFA parece una galaxia lejana en un universo paralelo donde basta sonreír para hacer olvidar la corrupción. Lo único que ahora puede salvarla es una incursión externa, dice Joscha Weber, redactor deportivo de DW.
Todo es relativo en la FIFA, incluso el tiempo. "Creo que los años que he pasado en la FIFA no son muchos", dijo Joseph Blatter antes de su reelección en el 65º Congreso de la FIFA. Traigamos a la memoria algo: Blatter lleva ya 40 años (!) incrustado en el órgano rector del fútbol mundial. Allí empezó en 1975 como director de programas de desarrollo. El príncipe jordano Ali bin al Hussein, derrotado en la batalla por la presidencia de la FIFA, ni siquiera había nacido en ese momento.
No sólo en esto Blatter tiene otra percepción del mundo. Los años de corrupción de funcionarios de alto rango de la FIFA son para Blatter meras "anécdotas". La protesta pública por el enésimo escándalo en la FIFA es para para Blatter solo “una campaña para ensuciar a la FIFA”. Él dice siempre asumir la responsabilidad por la situación, pero nunca renuncia a su cargo. Blatter arma su propio mundo del fútbol, a su modo.
Y su "familia", como él llama a la FIFA, le cree. Algo incomprensible para los demás. Pero dentro de esta familia existen otras leyes. Durante el congreso de la FIFA 2011 la única delegación que se atrevió a criticar el sistema Blatter fue la inglesa.
"No necesitamos una revolución, lo que necesitamos es evolución", dijo entonces Blatter con toda seriedad a los delegados y se ofreció como un innovador en pro de una "FIFA fuerte", que debía ser protegida (por él) de la interferencia política. Hay que recapitular para tratar de entenderlo: Blatter se ofrece como el reformador de un sistema que él mismo ha ayudado a construir durante décadas, como si él nunca hubiera tenido nada que ver con la reciente corrupción en la FIFA. Lo más halagador que se puede decir es que aquí tenemos un caso de “escapismo clínico”.
No es democracia, es “blattercracia"
"No necesitamos una revolución, lo que necesitamos es evolución", dijo entonces Blatter con toda seriedad a los delegados y se ofreció como un innovador en pro de una "FIFA fuerte", que debía ser protegida (por él) de la interferencia política. Hay que recapitular para tratar de entenderlo: Blatter se ofrece como el reformador de un sistema que él mismo ha ayudado a construir durante décadas, como si él nunca hubiera tenido nada que ver con la reciente corrupción en la FIFA. Lo más halagador que se puede decir es que aquí tenemos un caso de “escapismo clínico”.
Aunque no parezca, el extraño mundo de la FIFA es real. Un mundo en el que un presidente en ejercicio no es destronado mientras reparta millones de dólares o jugosos puestos entre sus electores. Un mundo en el que actúan influyentes y ricos "garantizadores de votos", como el jeque Ahmad al Sabbah, que tiene ahora las mejores oportunidades de convertirse en el sucesor Blatter. La FIFA, ¿una democracia? Más bien, una monarquía heredada. O mejor, una “blattercracia”.
Después de su nueva “entronización”, gracias a la renuncia de su único competidor, el príncipe Al Hussein, Blatter se autocelebró exclamando: "¡Vamos FIFA. Yo soy el presidente de todos ustedes!", y lanzó besos a la plenaria. Un espectáculo a la Joseph Blatter.
Pero a pesar de la ostentosa actitud de un mundo en el que solo reina la armonía, los próximos meses van a ser incómodos para la FIFA. En EE.UU., Suiza y ahora también en el Reino Unido, se han abierto investigaciones contra miembros de la FIFA. Si la federación no cambia desde el interior, el cambio tendrá que venir de afuera. La “blattercracia” merece ser finalmente derrocada.
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